Desecha la idea de que todas las bacterias son un enemigo a combatir. No sólo tenemos una relación de convivencia con algunas de ellas, todas nuestras células albergan lo que originalmente fue una bacteria. Somos lo que somos gracias, en parte, a ellas.
La lucha contra las enfermedades infecciosas y el uso a discreción de antibióticos ha llevado a muchas personas a tener una idea "demoniaca" de las bacterias pensando que sólo sirven para causarnos daño y sufrimiento. En realidad, la mayoría de las bacterias son completamente inofensivas para nosotros, en condiciones normales. Sólo un pequeño porcentaje de ellas nos resulta directamente dañino o beneficioso. Hoy hablaremos sobre estas últimas.
Frecuentemente olvidamos que estamos recubiertos de bacterias tanto en nuestra superficie corporal como en buena parte de las cavidades de nuestro cuerpo. Nos guste o no, alojamos más de un kilo de bacterias con el único fin del beneficio mutuo. Nosotros les aportamos un refugio y les aseguramos comida y ellas, a cambio, nos ayudan a evitar que se instalen bacterias okupas dañinas y nos echan una mano en digerir determinados alimentos o incluso de darnos nutrientes que nosotros no somos capaces de adquirir.
El asentamiento más numeroso de bacterias, lo que podríamos considerar la capital de las bacterias en el ser humano, es la archiconocida flora intestinal. Decenas de miles de millones de ellas (aproximadamente más del 90% de bacterias del cuerpo humano), entre 500 y 1000 tipos diferentes, se alojan en nuestros intestinos, suponiendo un peso de alrededor de un kilo. Para que te hagas idea de la magnitud de bacterias que alojamos: poseemos 10 veces más bacterias en nuestro interior que células humanas. Teniendo en cuenta la ventaja numérica (que no de tamaño) es de agradecer que vivan en paz y armonía con nosotros.
La ausencia de floras en el cuerpo humano supondría no sólo una grave enfermedad sino muy posiblemente la muerte en un breve plazo de tiempo.
Cuando nacemos, carecemos de esta flora y es a través de la ingesta de alimentos la forma en la que vamos consiguiendo poco a poco inquilinos que ocupen nuestras asas intestinales. A los dos años de edad, nuestra flora intestinal está totalmente construida. Sólo en ocasiones muy puntuales, como el uso continuado de antibióticos o cambios drásticos de dieta, podrá producirse la aniquilación de estas bacterias beneficiosas. Por suerte, la ingesta de alimentos volverá a reponer la flora en un corto periodo de tiempo. Famosos son los llamados alimentos probióticos (entre los que destacan los yogures caseros) por ser una buena fuente de bacterias beneficiosas que resultan muy útiles tras cuadros de diarreas.
Sin lugar a dudas, son las bacterias de la flora intestinal las que más beneficios nos aportan ya que, aparte de la protección frente a bacterias dañinas, nos ofrecen gran cantidad de vitamina K y Vitamina B12 y nos ayudan a digerir ciertos tipos de grasas. Aún así, no podemos olvidarnos de floras también muy importantes que se encuentren en muy variados lugares: flora bucal, flora en el tracto respiratorio superior, flora vaginal, flora uretral, flora de la piel, flora de conducto auditivo externo... En casi todos nuestros recovecos podremos encontrar bacterias cuya principal función es defensiva, evitando que otras bacterias no tan simpáticas colonicen en esos lugares.
Así pues, por muy puñeteras que nos parezcan a veces las bacterias, no podemos olvidar que gracias a ellas podemos vivir. La ausencia de floras en el cuerpo humano supondría no sólo una grave enfermedad sino muy posiblemente la muerte en un breve plazo de tiempo. Y no es el detalle anterior el único con el que podemos estar agradecidos con ellas. Nosotros mismos estamos formados, en parte por bacterias.
Todas nuestras células humanas (y la de todos los animales) se consideran un tipo "avanzado" o "sofisticado" de célula que entra dentro del tipo llamado eucariota. Existe otro tipo de célula, más "primitiva" y "simplona" llamada célula procariota y que se encuentra en organismos muy sencillos.
Metafóricamente hablando, la célula procariota sería una bicicleta y la célula eucariota una motocicleta. La procariota funciona de forma muy sencilla y sin prisas, consume poca energía, y al no ceñirse a un combustible específico les permite ser más todoterreno en el mundo. En cambio, la eucariota es compleja, consume muchísima energía y necesita un determinado combustible que le limita su capacidad de estar por todo el mundo.
Hace miles de millones de años (entre 2.000 millones y 1.500 millones de años) no existían las células como las conocemos en la actualidad. Inicialmente, todas las células eran procariotas y, posteriormente y con el transcurso de los años, aparecieron las versiones más modernas, las eucariotas. Lo cual significa que procedemos originalmente de procariotas, concretamente, de bacterias ancestrales. Una afirmación que debe ser realmente dolorosa para los creacionistas. Si ya el sólo hecho de mencionar que procedemos de antiguos homínidos les produce ardores, que afirmemos que procedemos originalmente de bacterias debe causarles algo realmente traumático.
Los datos hasta el momento describen la evolución de la primitiva procariota en la moderna eucariota como una bonita historia de camaradería (no podemos hablar de amor cuando no existía el sexo). Una antigua célula, en lugar de merendarse a una bacteria (como venía siendo lo habitual) permitió que ésta se alojara en su interior. La elección fue muy probablemente impuesta y poco amigable en un principio. La célula seguramente no pudo digerir a la bacteria y ésta se quedó en su interior atrapada.
Las dos, bacteria y célula, habían unido para siempre sus destinos y no podían vivir la una sin la otra. Su relación se había convertido en una simbiosis eterna
Resulta que esta bacteria, lejos de ser un estorbo, se convirtió en una gran aliada de la célula. La bacteria le aportaba mucha energía a la célula lo que permitió a ésta última desarrollar su maquinaria y hacerse más compleja. Mientras tanto, la bacteria se reproducía cuando la célula también lo hacía, estaba a salvo y a resguardo en el interior y recibía alimento sin mover un ded-... perdón, quería decir sin mover un cilio.
Con el paso de millones de años, la bacteria en el interior de la célula fue perdiendo su capacidad para enfrentarse al mundo ella sola. No podía alimentarse por ella misma y ni tan siquiera moverse. Al mismo tiempo, la célula se hizo tan dependiente de la bacteria que era incapaz de vivir sin ella. Había hecho tan compleja y tan necesitada de energía su maquinaria que sin el aporte de ésta por parte de la bacteria, la célula moriría en el instante en que le hubiera dado por desertar. Las dos, bacteria y célula, habían unido para siempre sus destinos y no podían vivir la una sin la otra. Su relación se había convertido en una simbiosis eterna.
Y así, hasta llegar a la actualidad. Donde humanos y animales (o debería decir, animales presuntamente racionales y animales) corretean por el mundo gracias a la antigua bacteria que quedó en el interior de la célula y desde entonces se volvieron inseparables: la mitocondria . Componente de la célula que, por cierto, sólo se hereda a partir de las madres en seres humanos.
Recuerda entonces, antes de maldecir a las bacterias en tu próxima infección, que no sólo estás vivo gracias a sus funciones en las floras, tú procedes originalmente de ellas.
La lucha contra las enfermedades infecciosas y el uso a discreción de antibióticos ha llevado a muchas personas a tener una idea "demoniaca" de las bacterias pensando que sólo sirven para causarnos daño y sufrimiento. En realidad, la mayoría de las bacterias son completamente inofensivas para nosotros, en condiciones normales. Sólo un pequeño porcentaje de ellas nos resulta directamente dañino o beneficioso. Hoy hablaremos sobre estas últimas.
Frecuentemente olvidamos que estamos recubiertos de bacterias tanto en nuestra superficie corporal como en buena parte de las cavidades de nuestro cuerpo. Nos guste o no, alojamos más de un kilo de bacterias con el único fin del beneficio mutuo. Nosotros les aportamos un refugio y les aseguramos comida y ellas, a cambio, nos ayudan a evitar que se instalen bacterias okupas dañinas y nos echan una mano en digerir determinados alimentos o incluso de darnos nutrientes que nosotros no somos capaces de adquirir.
El asentamiento más numeroso de bacterias, lo que podríamos considerar la capital de las bacterias en el ser humano, es la archiconocida flora intestinal. Decenas de miles de millones de ellas (aproximadamente más del 90% de bacterias del cuerpo humano), entre 500 y 1000 tipos diferentes, se alojan en nuestros intestinos, suponiendo un peso de alrededor de un kilo. Para que te hagas idea de la magnitud de bacterias que alojamos: poseemos 10 veces más bacterias en nuestro interior que células humanas. Teniendo en cuenta la ventaja numérica (que no de tamaño) es de agradecer que vivan en paz y armonía con nosotros.
La ausencia de floras en el cuerpo humano supondría no sólo una grave enfermedad sino muy posiblemente la muerte en un breve plazo de tiempo.
Cuando nacemos, carecemos de esta flora y es a través de la ingesta de alimentos la forma en la que vamos consiguiendo poco a poco inquilinos que ocupen nuestras asas intestinales. A los dos años de edad, nuestra flora intestinal está totalmente construida. Sólo en ocasiones muy puntuales, como el uso continuado de antibióticos o cambios drásticos de dieta, podrá producirse la aniquilación de estas bacterias beneficiosas. Por suerte, la ingesta de alimentos volverá a reponer la flora en un corto periodo de tiempo. Famosos son los llamados alimentos probióticos (entre los que destacan los yogures caseros) por ser una buena fuente de bacterias beneficiosas que resultan muy útiles tras cuadros de diarreas.
Sin lugar a dudas, son las bacterias de la flora intestinal las que más beneficios nos aportan ya que, aparte de la protección frente a bacterias dañinas, nos ofrecen gran cantidad de vitamina K y Vitamina B12 y nos ayudan a digerir ciertos tipos de grasas. Aún así, no podemos olvidarnos de floras también muy importantes que se encuentren en muy variados lugares: flora bucal, flora en el tracto respiratorio superior, flora vaginal, flora uretral, flora de la piel, flora de conducto auditivo externo... En casi todos nuestros recovecos podremos encontrar bacterias cuya principal función es defensiva, evitando que otras bacterias no tan simpáticas colonicen en esos lugares.
Así pues, por muy puñeteras que nos parezcan a veces las bacterias, no podemos olvidar que gracias a ellas podemos vivir. La ausencia de floras en el cuerpo humano supondría no sólo una grave enfermedad sino muy posiblemente la muerte en un breve plazo de tiempo. Y no es el detalle anterior el único con el que podemos estar agradecidos con ellas. Nosotros mismos estamos formados, en parte por bacterias.
Todas nuestras células humanas (y la de todos los animales) se consideran un tipo "avanzado" o "sofisticado" de célula que entra dentro del tipo llamado eucariota. Existe otro tipo de célula, más "primitiva" y "simplona" llamada célula procariota y que se encuentra en organismos muy sencillos.
Metafóricamente hablando, la célula procariota sería una bicicleta y la célula eucariota una motocicleta. La procariota funciona de forma muy sencilla y sin prisas, consume poca energía, y al no ceñirse a un combustible específico les permite ser más todoterreno en el mundo. En cambio, la eucariota es compleja, consume muchísima energía y necesita un determinado combustible que le limita su capacidad de estar por todo el mundo.
Hace miles de millones de años (entre 2.000 millones y 1.500 millones de años) no existían las células como las conocemos en la actualidad. Inicialmente, todas las células eran procariotas y, posteriormente y con el transcurso de los años, aparecieron las versiones más modernas, las eucariotas. Lo cual significa que procedemos originalmente de procariotas, concretamente, de bacterias ancestrales. Una afirmación que debe ser realmente dolorosa para los creacionistas. Si ya el sólo hecho de mencionar que procedemos de antiguos homínidos les produce ardores, que afirmemos que procedemos originalmente de bacterias debe causarles algo realmente traumático.
Los datos hasta el momento describen la evolución de la primitiva procariota en la moderna eucariota como una bonita historia de camaradería (no podemos hablar de amor cuando no existía el sexo). Una antigua célula, en lugar de merendarse a una bacteria (como venía siendo lo habitual) permitió que ésta se alojara en su interior. La elección fue muy probablemente impuesta y poco amigable en un principio. La célula seguramente no pudo digerir a la bacteria y ésta se quedó en su interior atrapada.
Las dos, bacteria y célula, habían unido para siempre sus destinos y no podían vivir la una sin la otra. Su relación se había convertido en una simbiosis eterna
Resulta que esta bacteria, lejos de ser un estorbo, se convirtió en una gran aliada de la célula. La bacteria le aportaba mucha energía a la célula lo que permitió a ésta última desarrollar su maquinaria y hacerse más compleja. Mientras tanto, la bacteria se reproducía cuando la célula también lo hacía, estaba a salvo y a resguardo en el interior y recibía alimento sin mover un ded-... perdón, quería decir sin mover un cilio.
Con el paso de millones de años, la bacteria en el interior de la célula fue perdiendo su capacidad para enfrentarse al mundo ella sola. No podía alimentarse por ella misma y ni tan siquiera moverse. Al mismo tiempo, la célula se hizo tan dependiente de la bacteria que era incapaz de vivir sin ella. Había hecho tan compleja y tan necesitada de energía su maquinaria que sin el aporte de ésta por parte de la bacteria, la célula moriría en el instante en que le hubiera dado por desertar. Las dos, bacteria y célula, habían unido para siempre sus destinos y no podían vivir la una sin la otra. Su relación se había convertido en una simbiosis eterna.
Y así, hasta llegar a la actualidad. Donde humanos y animales (o debería decir, animales presuntamente racionales y animales) corretean por el mundo gracias a la antigua bacteria que quedó en el interior de la célula y desde entonces se volvieron inseparables: la mitocondria . Componente de la célula que, por cierto, sólo se hereda a partir de las madres en seres humanos.
Recuerda entonces, antes de maldecir a las bacterias en tu próxima infección, que no sólo estás vivo gracias a sus funciones en las floras, tú procedes originalmente de ellas.
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